Cuando
empecé a trabajar en American Airlines alquilé una casa en Des Moines. Era
pequeña y poco confortable, pero tenía una buena vista de la bahía y estaba a
menos de diez kilómetros de SeaTac, donde está el aeropuerto de Seattle. Yo
tenía 21 años y nunca antes había vivido sola. Era excitante.
En un
descanso en Washington, D.C., conocí a Bobby. Él hacía la ruta desde Los
Angeles, donde tenía un apartamento y también estaba la casa de sus padres. Me
gustó desde el principio. Era alto y delgado y tenía unos finos rasgos latinos,
heredados de su madre. También era inteligente y muy divertido. Era el chico
que gusta a todas las abuelas.
Cuando
teníamos los mismos días de descanso él iba a Des Moines. Aquellos días yo era
feliz.
Después
del 11 de septiembre empecé a tener miedo a volar. Cinco o seis semanas después
pedí el traslado a personal de tierra. Tuve más suerte que otros compañeros que
pidieron lo mismo que yo, quizá por Bobby.
Trabajar
en el aeropuerto no era como volar sin miedo, pero era un buen trabajo. Los
primeros meses. Luego yo cambié. No quería atender a los viajeros. No quería
imaginar que algunos subirían a un avión que jamás llegaría a su destino.
Cuando
regresaba a Des Moines oía continuamente el ruido de los aviones volando sobre
mi casa. No podía soportarlo. Me sentía sola y mi vida se estaba destruyendo.
En
junio de 2002 dejé el trabajo, dejé la casa de Des Moines y volví a Seattle con
mi abuela Charlotte.
Jueves, 19 de marzo de 2015